Las razones de un detective
A diferencia de otros niños de mi edad, cuando cumplí catorce años el tabaco y el alcohol no constituían ningún secreto para mí. Desde la ventana de mi habitación miraba a los niños como jugaban en el solar de abajo, mientras me fumaba cada tarde casi un paquete de Ducados. Digo casi porque el resto de pitillos me los acababa de fumar por la noche, intentando ver a la madre de mi vecina Clara desnuda en su cuarto de baño.
Para verla bien de verdad cogía los prismáticos de caza que le regalaron a mi padre en navidad, y que él no había usado en su vida. Ahora los utilizaba yo para verle el coño peludo a la madre de Clara, que de por sí se veía bastante bien desde mi habitación sin la ayuda de las lentes, pero al verlo con ese aumento tenía la sensación de que casi podía hundir mi cara en él. Mi viejo ni siquiera había advertido que los prismáticos habían desaparecido del segundo cajón de su armario.
La madre de Clara me excitaba muchísimo, y en general, se me ponía dura pensando en las mamás de las niñas de mi clase. Las de mi edad no me despertaban ningún tipo de interés. De hecho, cada vez tenía el mayor convencimiento de que jamás lograrían estar tan buenas como sus madres, era incapaz de imaginármelas como las Diosas del Sexo en potencia que podían llegar a ser.
A Clara le había intentado meter el dedo varías veces en el baño durante el recreo. La muy golfa me decía que le dolía: "Ay, Jacques, para, me escuece...", cuando todo el mundo sabía que se metía bolis por ahí con su amiga Marta en los lavabos del gimnasio. Y sin embargo decía que mis dedos le dolían. Estaba seguro de que si lo hiciera con su madre no le dolería, y que tras meterle los dedos durante un rato me pediría que le metiera alguna otra cosa más contundente... como mi poya de adolescente de 14 años, por ejemplo. Casi cada noche me hacia una paja imaginando esa escena, y por las mañanas intentaba dar caza a la tortillera de su hija entre clase y clase.
Pero siempre se me escurría. Constantemente.
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